Hugo Idrovo
Fotografías: Archivo familiar
Oh, blanca navidad, nieve,
Un blanco sueño y un cantar.
Recordar tu infancia podrás
al llegar la blanca navidad.
(D.R.A.)
Entre los más vividos recuerdos de mi infancia está Rosero y su gran bigote. Una hirsuta masa de cerdas pelirrojas que ocultaban los labios de este hombre de sempiterno bluyín y camisa a cuadros. Rosero era chofer del bus de mi escuela, los niños éramos sus amigos y a todos nos llamaba por nuestros nombres o algún cariñoso apodo. A mí me decía “Juguito”. Mi lugar preferido en el bus era al lado de él, a su izquierda, sobre un cajón de madera en el que guardaba sus herramientas. A ningún niño jamás se le ocurrió disputarme aquel incómodo puesto, duro y sin respaldar. Rosero y yo viajábamos siempre en silencio, él concentrado en la ruta y yo observando cada uno de sus movimientos. Me hechizaba verlo embragar, meter los cambios y sentir la cadencia renqueante del motor al virar por las esquinas.
Corría diciembre de 1963. La vida diaria en Guayaquil discurría acorde a modelos implantados por los Estados Unidos del Norte. Celebrábamos el Halloween, teníamos gasolineras con drive-inns, autocinemas con hot-dogs, cheeseburguers y coca cola. Había un único canal de televisión con dibujos animados en inglés, mis favoritos: Casper the Friendly Ghost y Felix the Cat. Sonaban estaciones de radio que encumbraban al twist, el shake, la nueva ola y el ye-ye. Yo tenía 6 años de edad y estaba en el primer grado del Urdesa School. En fin, lo criollo quedaba sepultado por una incontenible avalancha de anglicismos. Así fue como el invento estadounidense de mayor influjo en los corazones infantiles, Santa Claus -Papá Noel en nuestros lares-, tomó el lugar del Niño Jesús y los Reyes Magos para premiar a los niños en Navidad.
Me preguntaba, ¿cómo se las arregla Papá Noel para entrar en los hogares guayaquileños si no tienen chimenea? ¿O es que solo va a Quito? ¿Cómo hace para ir donde hace calor y no cae nieve? La respuesta me la dio mi padre: “¡va en avión!”, y me enseñó la foto de una revista gringa en la que aparecía un rubicundo y dichoso Papá Noel, bajando de un avión de PANAGRA en algún lugar de Sudamérica. Llegó el viernes 20 de diciembre, cantamos Jingle Bells con mis compañeros de clase, hicimos intercambio de regalos y nos mandaron al feriado. Subí al bus y fui a sentarme junto a Rosero. Él se limitó a escuchar mis cuitas sin decir nada, mirándome de vez en cuando. Divisé mi casa y me alistaba para bajar cuando el buen bigotón por fin habló y me dijo: “Juguito, tu papá es aviador, seguro que él sabe cómo traer a Papá Noel”.
Mi padre en aquel tiempo tenía el rango de Mayor de la FAE y era Jefe de la II Zona Aérea en Guayaquil. Todas las mañanas, muy temprano, entre sueños sentía su beso oloroso a colonia y se iba a trabajar hasta caer la noche. En la Base él era muy querido, su campechana y afable personalidad le hizo ganarse el cariño de sus subalternos y personal de tropa. Recuerdo a tres de ellos en especial: el enfermero Vega, que venía en su motoneta Vespa a ponernos las inyecciones; el sargento Atienza, rubicundo jefe de cocina, a quien apodaban “Maqueño”, por lo gordo y colorado, y el “Negrito”, soldado destinado al Comisariato, un jovial y extrovertido muchacho de cepa esmeraldeña. También estaba el doctor Ortí, con quien me unía una entretenida amistad, matizada por sus ruidosas carcajadas cuando imitaba su acento serrano. Pues bien, como iba diciendo, esa tarde me bajé del bus, entré a la casa y me enteré que mi padre estaba en Quito y regresaría al día siguiente. Mi impaciencia iba a durar demasiado. Por aquel tiempo yo tenía a mi hermano Jorge, de 4 años y mi hermanita María de Lourdes, “Titi”, de dos y medio. El sábado volvió mi padre y le solté lo que Rosero me había aconsejado. No recuerdo qué mismo me contestó, pero sí que esperé a la Navidad como nunca antes.
En la sala habíamos armado un arbolito navideño distinto al habitual, era blanco platinado y de material sintético. La noche del domingo estábamos entre todos decorándolo cuando mi padre dijo que él mismo iría en un avión a buscar a Papá Noel y traerlo a Guayaquil. Yo salté de alegría y quise contárselo al mundo entero. Por fin llegó la mañana del día 24 y fuimos a la Base Aérea en familia, incluida Rosaura, nuestra amorosa niñera nacida en Manglaralto, tierra de mi padre. Mi viejo vestía su “overol de vuelo” color verde oliva y gorra de amarillo encendido. Él resplandecía de entusiasmo y yo temblaba de ilusión y orgullo. ¡Mi papá traería a Papá Noel a Guayaquil!
Entramos a la Base y fuimos junto a unos hangares, donde una larga línea de mesas estaba dispuesta con bolsas de regalos y confites. Familias enteras, niños y niñas, risas, gritos y juegos. Música de trineos y campanas salían de un altavoz. Mi padre nos acompañó a acomodarnos en nuestras sillas y se fue por ahí. La mañana era calurosa, con esa típica humedad costeña que opaca al cielo con pálido resplandor. Madres sudorosas abanicaban sus rostros sofocados. Un avión de entrenamiento, del tipo T-6, estaba parqueado a un costado de la línea de vuelo y su fuselaje destellaba bajo el sol. Al rato se cortó la música y desde un megáfono surgió una fuerte voz que mandó a que todos los niños vayamos con nuestros padres, a sentarnos y estar tranquilos, que Papá Noel ha enviado un mensaje indicando que ya está listo, esperando a que lo vayan a recoger “¡allá, en esa nube!” Todos los pescuezos y miradas se voltearon hacia donde apuntaba el dedo del hombre del micrófono. “Atentos, niños… vamos a ubicar en donde espera Papá Noel… está junto a su trineo jalado por 6 renos… Él ha escogido precisamente esa nube, ¿la pueden ver?, ¿si?… ¿La ven?… Esa, la que parece conejito… ¿Ya la vieron? Papá Noel espera allí, ¿y saben por qué?… A ver, ¿quién me dice por qué?… Porque ahí se está más fresco y los renos pueden descansar sin morirse de calor”. El hombre, de brillante calva y florida labia, distraía y embobaba a la audiencia cuando de súbito el ambiente fue cortado por el arranque del motor de un avión. Dejamos de mirar al cielo y volteamos a fijarnos en ese T-6 que roncaba fuerte. Mi corazón latió con furia al ver a mi padre sentado en la cabina delantera, con su gorra amarilla. Al rato el calvo anunció: “llegó el momento, niños… ¡es hora de ir a recoger a Papá Noel!”
El T-6 salió a la pista, se dirigió a la cabecera, tomó impulso y se elevó. Mi padre llevó al avión en elegantes espirales ascendentes hasta entrar a una gorda nube donde desapareció. Pasaron los minutos. Una eternidad. El ruido del motor apenas se escuchaba. El calvo no paraba de relatar novedades por el altavoz. “Papá Noel le está dando su posición al piloto… Ya lo vio… Sí… Ya se subió al avión… Van a salir de la nube… A la 1, a las 2 y… y a las… a las 2 y media… ¡Ahora!” La niñada y los adultos miraban al cielo con ansiedad. De pronto, el avión resplandeció al salir de la nube, dibujó una larga S descendente y pasó en rasante sobre la pista. Vimos fugazmente a una figura vestida de rojo en el asiento trasero de la cabina, saludando con su guante blanco. Un torbellino de alegría se desató. El T-6 bajó las ruedas, aterrizó, carreteó y se detuvo frente a nosotros.
Del avión se bajó nuestro héroe navideño, aunque, completamente -digamos que- transfigurado. Su traje de ordinaria costura le quedaba enorme, chorreaba desaliñadamente. Y además, lo más sorprendente, era de raza negra. Un Papá Noel joven, flaquito y negro, que llevaba gafas plásticas sin lunas adosadas a una nariz color de rosa de la que guindaba un remedo de barba hecha de algodones. Nada parecido al sonriente y elegante mofletudo, blanco y de ojos azules que esperábamos recibir. Y peor aún, con las manos vacías, ¡no llevaba su característico saco repleto de juguetes! Los niños, arremolinados en torno a él, soltamos al unísono un dramático “¡oooooooh!”, para luego dejar nuestras bocas y ojos abiertos en silencio total.
El calvo gesticulaba intentando decir algo, pero fue interrumpido por un tierno grito que desencadenó el desastre. Llanto por aquí, por allá y por acá. Una niña de vaporoso vestido celeste salió a la carrera en busca de su madre. Un chiquillo algo mayor y piel atezada daba vueltas alrededor del recién llegado, mirándolo de pies a cabeza sin disimular su burla y desencanto. Mi hermanito Jorge, en brazos de Rosaura, captó la energía desencajada y se lanzó a chillar sin consuelo. Vi a mi padre, de pie sobre el ala del avión, levantar su gorra y rascarse la cabeza con aplicado despecho. Me aferré con fuerza a la mano de mi mamá.
Y las sorpresas continuaron. Mientras algunos niños más valientes rodeaban al recién bajado del cielo, jalando sus ropas toscamente y sumiéndolo en la incomodidad, otros vimos como unos soldados llegaban al trote cargando cajas de regalos hasta los improvisados mesones, junto a los confites. Comentábamos, “¿y no es que Papá Noel traía él mismo los regalos?” Yo me mordí la lengua al mirar a esa persona que se defendía tras su rosada nariz plástica y quise gritar “yo sé quién es… ¡es el Negrito disfrazado!”, pero la confusión y los lloriqueos eran tragados por un altavoz con villancicos a todo volumen y los clamores del calvo. A fin de cuentas, al cabo de un rato amainó el desbarajuste y nos fueron llamando de uno a uno para entregarnos los juguetes de manos de aquel curioso personaje. La fiesta transcurrió entre emocionales cataratas de asombro, sudor y lágrimas.
Me volví cómplice de mi padre. Si para entonces él era el mejor amigo y compañero de aventuras que hubiera deseado tener, a partir de esa accidentada mañana asumí que tenía que cubrir sus espaldas. No me preguntes cómo así ni por qué. Solo sé que mi alma estaba más que conmovida por su abatimiento cuando volvíamos a casa. Eso me partió el corazón. A pesar de mi corta edad pude sentir lo que ese hombre -a quien jamás vi discriminar a alguien por el color de su piel o condición social, el hombre al que más amaba y tomaba como ejemplo-, estaba sintiendo con solo verlo rumiar en silencio su tristeza y frustración. Esa congoja reflejaba el hecho de que lo que tenía que haber sido una alegoría se había convertido en un fraude. Puedo definirlo ahora, a mi edad actual, en aquel momento por supuesto que no. Aquella vez, en el carro, volviendo a casa, tan solo atiné a pasar mi brazo por su cuello y mantenerme pegado a él. Habíamos sido protagonistas y testigos de cómo una noble y buena intención se trasmutaba en una farsa, provocada por las falsas expectativas y prejuicios tan inherentes a nuestra controvertida especie.
Nunca más se volvió a tocar el tema en familia. Así que en la siguiente Nochebuena no pegué el ojo sino hasta ver a mi viejo, a través de mis pestañas, irrumpir en la oscuridad y comprobar que era él quien dejaba los regalos al pie de las camas. La ilusión muerta hace un año atrás había dejado de doler. Como la cigüeña, el Cuco o el Tintín, Papá Noel dejó de ser para mí una expresión encarnada de la magia del mundo. Ese encantamiento fue cercado por la duda y liquidado por la verdad, por más insoportable y desagradable que haya sido. Me guardé el secreto para mis hermanitos y dejé que crezcan alimentando sus propias ilusiones.
Pasadas las fiestas volví a la escuela y evité hablar con Rosero. Lo culpé por lo que había pasado y no volví a sentarme a su lado. Luego viajamos al Brasil y lo que quedaba del lazo se cortó definitivamente. Sin embargo, como 10 años más tarde y ya adolescente, una tarde en que iba en mi bicicleta por el barrio, mientras esperaba al verde del semáforo, un bus amarillo paró a mi lado y ahí estaba él, Rosero al volante, igualito, con su camisa a cuadros y el gran bigote pelirrojo pintado de canas. La sangre se me subió a la coronilla, quise gritar su nombre, llamar su atención, hablar con él, pedirle perdón. No lo hice, me faltó valor. Seguí pedaleando con ese remordimiento que te carcome cuando no haces lo que debiste haber hecho.
Pero como nada llega o se pierde sin tener propósito en la vida, una tarde de aguacero guayaquileño de este nuevo siglo, visitando a mi madre encontré una caja llena de viejos negativos y fotografías familiares. Así fue cómo me reencontré con este vívido momento de mi infancia. Cogí las fotos y sin vacilar fui donde mi anciano padre para preguntarle lo que me había guardado por tanto tiempo. En su rostro se volvió a dibujar la misma melancolía que vi atenazarlo aquella vez. Tomó una bocanada de aire y meneando la cabeza respondió con pausada dulzura, “Ay, mijo… ¡qué cosas!… el programa era con el gordo Atienza, pero justo había salido de franco. Tenía que ser un voluntario, yo no podía obligar a nadie y el único que se apuntó de buena gana fue el Negrito… Cómo se lo iba a negar, si él siempre me decía que su sueño era volar en un T-6”. Abracé a mi padre por buen rato. Su respuesta revivió ese inflamado orgullo que sentí 60 años atrás, cuando partió en ese avión a intentar brindar alegría y amor a sus semejantes.
Ya ves, no todo salió tan mal. Si bien en esa Navidad de 1963 muchos sueños terminaron para siempre, uno de ellos se hizo realidad.
San Cristóbal, 13 de diciembre de 2018
En memoria de mi amoroso viejo.